martes, 5 de agosto de 2008

El cuento del té

El cuento del té.

En tiempos antiguos, fuera de la China, el té era desconocido. Rumores de su existencia habían llegado tanto a sabios como a los ignorantes de otros países y ellos trataron de averiguar qué era el té, cada uno de acuerdo con lo que él quería o pensaba que debía ser.

El rey de Inja (“aquí”) envió una embajada a la China, y les fue servido té por el Emperador Chino. Pero, al ver que el pueblo lo bebía también, consideraron que no era apropiado para su amo, el rey: hasta llegaron a imaginar que el Emperador Chino trataba de engañarlos, dándoles otra bebida en lugar del celestial brebaje.

El mayor filósofo de Anja (“allá”), recogió toda la información que pudo acerca del té y llegó a la conclusión de que debía de ser una sustancia que existía sólo raramente y que era de un orden distinto de cualquier otra cosa conocida hasta entonces. ¿Acaso no se referían a ella diciendo que era una hierba, un agua, verde, negra, a veces amarga, a veces dulce?

En los países de Koshish y Bebinem, durante siglos, la gente probó todas las hierbas que pudo encontrar. Muchos resultaron envenenados, todos se sintieron desilusionados. Nadie había traído la planta del té a sus tierras, y por lo tanto, no pudieron encontrarla. Asimismo, probaron toda clase de líquidos que pudieron encontrar, pero sin éxito.

En el territorio de Mashab (“Sectarismo”), una pequeña bolsa de té era llevada en procesión ante la gente mientras ésta realizaba sus oficios religiosos. A nadie se le ocurría probarlo; en realidad nadie sabía cómo. Todos estaban convencidos de que el té, en sí, poseía una cualidad mágica. Un hombre sabio les dijo: “Verted agua hirviendo sobre él, ignorantes.” Fue colgado y clavado, porque hacer esto, de acuerdo con sus creencias, hubiera significado la destrucción de su té. Esto probaba que era un enemigo de su religión.

Antes de morir había transmitido su secreto a unos pocos, y éstos lograron obtener algo de té y beberlo secretamente. Cuando alguien decía: “¿Qué estáis haciendo?”, ellos respondían: “Solo es medicina que tomamos para cierta enfermedad.”

Y así sucedía en todo el mundo. El té fue visto crecer realmente por algunos que no lo reconocieron. Fue dado a beber a otros, pero éstos pensaron que era la bebida de la gente común. Había estado en posesión de otros, y éstos lo veneraron. Fuera de China, sólo unos pocos realmente lo bebían, pero a escondidas.

Entonces llegó un hombre de conocimiento y dijo a los mercaderes de té, y a los bebedores de té y a otros: “El que prueba, conoce. El que no prueba, no conoce. En lugar de hablar sobre el celestial brebaje, nada digáis, pero ofrecedlo en vuestros banquetes. Aquellos a quienes les guste pedirán más. Los que no lo hagan, demostrarán que no están capacitados para ser bebedores de té. Cerrad la tienda de argumentos y misterios. Abrid la casa de té de la experiencia.”

El té fue traído a través de las posadas que se hallan a lo largo de la Ruta de la Seda, y cuando un comerciante que transportaba jade, joyas, o seda, se detenía a descansar, hacía té y lo ofrecía a cuanta persona estuviese cerca de él, conociera o no la reputación del té. Este fue el comienzo de las Chaikhanas, las casas de té que fueron establecidas a lo largo de todo el trayecto que va de Pekín a Samarcanda. Y aquellos que probaban, conocían.

Al principio, y nunca olvidéis esto, sólo los grandes y los que pretendían ser sabios fueron quienes buscaron la celestial bebida, y exclamaban: “¡Pero éstas son sólo hojas secas!” o: “¿Porqué hierves agua, extranjero, cuando todo lo que quiero es la celestial bebida?” o aun: “¿Cómo puedo saber qué es esto? Demuéstramelo. ¡Además el color del líquido no es dorado, sino ocre!”

Cuando se conoció la verdad, y el té se trajo para todos los que querían probarlo, los papeles se invirtieron y las únicas personas que decían cosas parecidas a las que habían dicho los grandes e inteligentes, eran absolutamente tontos. Tal es la situación hasta el día de hoy.

Hamadani (1140)

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